«Recalculando recuerdos»

Cuento de navidad

Había una mesa, de aquellas de las de antes, de las que se llamaban de camilla. Alrededor de ella giraba casi toda nuestra vida. Recuerdo que mi madre me enseñaba a coser de tarde en tarde. Hay una fotografía que lo demuestra. En una de ellas estoy concentrada en tal afán y en otra estoy mirando a mi madre que en ese momento dispara la cámara. Es ley de vida.

Empiezo este cuento desde el final, ¿o es desde el principio? Principio y fin se funden en un solo instante. No lo tengo del todo claro. Mi memoria anda atascada desde entonces. He tenido que aprender de todo, de nuevo. Pero por alguna extraña razón, siempre recordé aquel momento. Son los misterios de la mente.

Alguien me ha contado que estuve tres meses en coma porque no sé qué bicho cogí un fin de semana que fui a visitar a mi madre. De repente, una analepsis me retrotrae a una escena del pasado. Ella con la paila de paella, repartiendo en los platos, porque ella dominaba el arte de repartir, mientras yo le decía –¡Espera, espera que le tiro una foto para Instagram–, mientras ella me dice –¡Ay que ver la manía de hacer fotos y no disfrutar del momento!  Un escalofrío recorre mi cuerpo. Y todo se vuelve blanco…

Me despierto porque alguien me está tocando, es una chica que va vestida de verde. Parece enfermera. Me dice que está dándome rehabilitación en las piernas, porque por lo visto quedaron algo atrofiadas del tiempo en coma. Le pregunto quién es la señora de la foto de la mesita. Me dice que es mi madre. – ¿Por qué no la recuerdo? le pregunto. – Porque has estado en coma y eso a veces afecta a la memoria. – ¿Dónde está? – Eso debes preguntárselo al médico. No te preocupes, estará aquí en media hora. Vas muy bien, estás recuperándote muy rápido. Es posible que la semana que viene puedas volver a casa.

Esta mañana ha venido un chico a verme. Un chico joven y apuesto. Dice que es mi marido. ¡Qué suerte!, pienso. Es amable y dulce. Yo le hago preguntas y él me va contando cosas. Pero su semblante se torna diferente cuando le pregunto por la señora de la foto. Me dice que es mi madre y que le ha ocurrido algo. Algo sucede porque ya no recuerdo nada, todo se vuelve blanco.

Mientras sigo en el arduo menester de recordar todo, estoy mirando por la ventana cuando veo a mi marido saludarme. Llega con la compra. Lleva una mascarilla puesta, como casi todo el mundo. Esta noche haremos algo que aún no tengo del todo claro. Pero es algo especial. Lo sé porque hay luces de colores en casa y un árbol con adornos. Y también está la foto de aquella señora. Es tan guapa, pienso.

Árbol

Mientras cenamos, miro la foto y me estremezco. Miro a mi marido con expresión de incredulidad, él me mira y me abraza.

Entonces todo se vuelve blanco…

V.

  • Imagen destacada extraída del propio archivo personal.

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«Ordenar los muebles». Por V. Santisteban.

Cuando el confinamiento nos convierte en un mueble…

Silencio, presión, desconcierto, miedo, horror, miedo otra vez…Son muchos los adjetivos que le asaltan a uno y a su cada vez más desmarañada cabeza. Una oleada de información que se va atascando hasta que termina por pararse. La taza derrama el colmo y la mesa derrama el líquido por el piso. Y te ves recogiendo todo lo vertido, cual sueño astral. Por un momento me acuerdo de mi madre fregando el suelo de rodillas, sobre la esponja en forma de B tumbada, cuando aún se hacía a la antigua usanza.

Mascara medieval para evitar la peste negra

Así es el torrente con el que estamos lidiando cada día. Es insufrible, insoportable, indecente. A este cóctel hay que añadir el estado físico, una disciplina auto-impuesta que genera ansiedad por defecto, por el exceso de peso, y que ahora sufre sobrecarga, por el exceso de trabajo, que sueles incumplir más de lo que quisieras. Por lo que tienes que volver a la casilla de salida. Otro ingrediente es el intelecto. Una oleada de literatura inunda tus dispositivos. Si el tiempo lo permite, llevas uno o dos hacia adelante, siempre que las jaquecas o migrañas te den permiso.

Si tu auto-infligida disciplina no te ha causado ya un reventón de neuronas, todavía puedes ser ese chef fantástico, repelente y absurdo que tanto odias. Que quieras tener la Termomix no te eleva al olimpo de los dioses, solo te brinda la entrada a un club de cierta élite que detestas. Somos lo que comemos, pero hay quien no puede permitirse el lujo de plantearse esa reflexión.

Los demonios acechan estos tiempos. Demonios internos y externos. Los segundos son más o menos controlables, pero ¡ay de los primeros! Esos son la mosca cojonera de la corteza cingulada. No todo son días de vino y rosas y la convivencia puede zarandear los cimientos de esa parcela personal de la vida que tienes tan coqueta. El temple se agota o te agota, el tiempo pasa factura, la tristeza durmiente aflora y la rutina de ejercicios diaria no parece suficiente. La lectura, no parece suficiente o esa ristra de series y películas que te vinieron recomendadísimas tampoco parecen bastante consuelo. Raros tiempos para Pedro Almodóvar, Woody Allen, películas de corte indie, o de bajo presupuesto. O no, si quieres disfrutar la tristeza…

Entonces resulta que una mañana te das cuenta que la rutina te ha ganado, eres un neo esclavo de este nuevo tiempo extraño que te ha tocado vivir. Esclavo del planning autoimpuesto, del fitness, de la música, del cooking, del reading, del estudio, de la depiladora y del blog. Eres un mueble sentado sobre otro mueble mirando un ordenador, en ropa de sport, interior, y/o zampándote un bollo. Ahora sano, ahora inteligente, ahora en forma, ahora fofo, ahora feo, guapo…

Si en toda esta vorágine de sensaciones, aún nos queda tiempo, podemos sumergirnos en el maravilloso mundo de las RRSS. Una suerte de guerra campal en la que todo vale, todo está permitido, todo es cierto, todo es mentira, todos son excelentes contertulios doctorados en la Universidad de los bajos fondos cuyo lema es Hoc est verum.

Y a veces te haces preguntas acerca de la raza humana y su condición, de la vida, de la muerte, del amor, de la tristeza, del sufrimiento ajeno… Echas la mirada atrás y te dices, «más pasaron aquellos del 10, 20, 30» y te haces un ovillo en el sofá, mientras ves la serie esa que te recomendaron, esperando el día del estallido. Y recuerdas, entonces, que fue ayer cuando tu cuerpo dijo «basta». Solo querías gritar de dolor.

¿Un respiro?

No pasa nada, mañana será otro día…

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