Esto no es un cuento de navidad

Aquel día me di cuenta que la ventana tenía un roto en la esquina izquierda de abajo. No era un roto muy grande, pero lo suficiente para que entrara frío. Mi madre lo había pretendido arreglar con cinta de carrocero, pero ya se había mojado varias veces por las continuas lluvias. Entraba frío, de todas formas. Tenía un viejo libro, ya estaba muy estropeado. Le faltaban hojas y, francamente, había conocido días mejores. Quería haberlo conservado más tiempo porque me lo había regalado mi abuela, pero ella habría entendido en qué lo quería emplear. Además, me lo sabía de memoria, lo había leído tantas veces que sabía dónde estaba cada punto y cada coma.

La semana pasada fue el examen de lengua y tocaba comentario de texto. No me podía creer que el título elegido fuese aquel de Dickens. Era inconcebible, casi mágico. Aquel libro, fue el mismo que leíamos una y otra vez mi hermano Timoteo y yo -como él odiaba ese nombre, en casa, yo le llamaba Tim, pero le gustaba menos aún. Siempre nos preguntamos por qué mis padres le pusieron el nombre de un tío abuelo que casi nadie conocía-. Pero, siempre, siempre, le dábamos un beneficio especial en diciembre. Fue un ritual que dejó de serlo hace dos años. Y lo memoricé para recitarlo de cabeza, siempre que me acordaba de él. Así tenía que ser.

Aquel libro…

Ayer, Laura, mi profesora me felicitó por el examen de lengua. Se preocupó por nuestra situación.

Hola, me llamo Blanca, estudio 4º de la ESO y quiero estudiar Filología Hispánica. Vivo en el sector 4 de la Cañada Real. Mi padre es chatarrero y mi madre limpia casas.  Y esto no es un cuento de navidad.

A V. aquella niña que una vez tuvo una luz muy bonita.

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Reminiscencias del pasado

Mientras preparaba la lista de la compra de navidad, recordaba perfectamente la imagen de mi madre mientras hacía la comida de Nochebuena con un día de antelación. No toda, solo aquellas cosas que podían prepararse en la víspera. Ella decía que estaban más buenas, como la berza*, que de un día para otro está mejor. Solía hacer casi siempre las mismas cosas, era como un ritual repetitivo que se hace así, porque así es como se hacen estas cosas. Así que el día de la gran cena nos atiborrábamos con calamar relleno, langostinos cocidos, huevos rellenos, cóctel de mariscos, jamón, queso, y todo aquello que no pasaba por nuestra mesa habitualmente el resto del año. Cada cierto tiempo, la cena era un poco más sofisticada. Para nosotros era muy especial poder comer todo eso, porque era algo que nos acercaba a otra escala social.

Me gustaba ir a comprar sola, a primera hora de la tarde o de la mañana. Si iba al mercado era por la mañana, entonces ojeaba el género y decidía qué hacer. Normalmente era carne en nochebuena y pescado o marisco en nochevieja. Como éramos varios a la mesa, solíamos repartir. Yo solía hacer el plato principal y otros el postre, los entrantes, las bebidas y demás. Cuando tomaba la decisión, iba a tomarme un buen café, pero solo en el bar de Juan, porque yo, que soy muy cafetera, le otorgué la calificación del mejor café de la ciudad. Y es que mira que había probado cafeterías. Ni rústicas ni vanguardistas, ni siquiera aquellas más famosas por solera del apellido de sus dueños.

Era el café de Juan el que secuestró mi olfato y, más tarde, mi paladar. Cuando Juan me veía, ya sabía qué tenía que ponerme. De buena mañana era el grande bien tirado y muy cargado, con leche ardiendo y una pizca de canela en polvo por encima. Y cuando tenía, que no era siempre, me ponía la ramita en vez del molido, que le daba más caché. A la tarde era el solo largo acompañado de chocolate negro y si me veía con prisas, el expresso. Esos eran los momentos, mis momentos.

Siempre me gustaron estas fechas y me obligaba a disfrutarlas porque el resto del año era demasiado ordinario, con una rutina muy pesada. Pero se venían éstas y mi cabeza ya empezaba a cavilar. Adornos, visitas, cenas, viajes, felicitaciones…

Y entonces, todo cambió. Se empezó a hablar de cosas extrañas en las noticias, y el miedo lo inundó todo. La gente se moría y yo lloraba porque no entendía qué ocurría. Ya no podía compartir mis miedos con nadie, excepto ella. Y ella estaba lejos, muy lejos. Y un día, nos dimos cuenta que éramos humanos, y para colmo, que también éramos imperfectos. Así que cogí la disciplina y la experiencia y me las puse de traje. Era rutina, sí, pero era distinta. Fue adaptación y comprensión, así de simple.

Nuestro aspecto ha cambiado sutilmente, pero seguimos siendo aquellos que brindábamos cara a cara en la mesa. Y ésta, lo haré con ella, de nuevo, por vídeo llamada, como si estuviera aquí conmigo porque sé que ella siente cada palabra de este cuento. Y si por ella fuera, estaría aquí, conmigo, que iría al mercado, conmigo, y que se tomaría un café con canela en el bar de Juan, conmigo. Pero la distancia física es la que es.

No me cabe duda que somos almas perdidas en la inmensidad de este vasto universo. Así que cuando una de ellas tiene el privilegio de conectar con otra, y solo cuando eso sucede, se produce el mayor resplandor que se pueda experimentar. Es la chispa misma de la vida, es el amor. Una palabra tan alabada como denostada. Y es que, hasta que no entendamos qué significa en toda su amplitud, no podremos comprender por qué tenemos que felicitarnos por Skype o WhatsApp, o ponernos en los zapatos de la médica o el enfermero que están agotados, o ponernos la mascarilla porque así lo dicen los protocolos, o hacer eso que se hace cuando hay una pandemia.  Amor, empatía, generosidad, honestidad, responsabilidad, podemos llamarlo como queramos.

Así que yo voy a hacerme un café con canela y chocolate negro, aquí en mi casa, y no voy a escribir la nota de compra de navidad, porque estoy sola y estas fiestas no salgo de casa, salvo cuestiones imprescindibles. Tampoco iré de viaje y meditaré si coloco adornos, según esté. Si me levanto de buenas, los pongo, si me levanto con la izquierda, no. Y ella y yo, nos felicitaremos por vídeo llamada, porque el amor es así de correcto. Que ya vendrán tiempos mejores, esos en los que nos moveremos como pez en el agua. Y seguiré recordando aquellos momentos en los que mi madre cocinaba aquellas cosas tan ricas para navidad y veré su cara, en este sueño lúcido, con tanta claridad como si la tuviese delante y no querré despertar…

Ella (y la lista de la compra)

A mi madre, la de verdad, porque ella diría, «Y no salgo porque no me da la gana». Te quiero, feílla.

*Berza: Plato típico almeriense, principalmente de los pueblos de Alcóntar, Bayarque, Serón y Sierro. Es un cocido con la berza como verdura, patatas, garbanzos, tocino, morcilla, jamón y mano de cerdo (información extraída de https://saboresalmeria.com/informacion/berza).

#cuentosdeNavidad #UnaNavidaddiferente

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«Recalculando recuerdos»

Cuento de navidad

Había una mesa, de aquellas de las de antes, de las que se llamaban de camilla. Alrededor de ella giraba casi toda nuestra vida. Recuerdo que mi madre me enseñaba a coser de tarde en tarde. Hay una fotografía que lo demuestra. En una de ellas estoy concentrada en tal afán y en otra estoy mirando a mi madre que en ese momento dispara la cámara. Es ley de vida.

Empiezo este cuento desde el final, ¿o es desde el principio? Principio y fin se funden en un solo instante. No lo tengo del todo claro. Mi memoria anda atascada desde entonces. He tenido que aprender de todo, de nuevo. Pero por alguna extraña razón, siempre recordé aquel momento. Son los misterios de la mente.

Alguien me ha contado que estuve tres meses en coma porque no sé qué bicho cogí un fin de semana que fui a visitar a mi madre. De repente, una analepsis me retrotrae a una escena del pasado. Ella con la paila de paella, repartiendo en los platos, porque ella dominaba el arte de repartir, mientras yo le decía –¡Espera, espera que le tiro una foto para Instagram–, mientras ella me dice –¡Ay que ver la manía de hacer fotos y no disfrutar del momento!  Un escalofrío recorre mi cuerpo. Y todo se vuelve blanco…

Me despierto porque alguien me está tocando, es una chica que va vestida de verde. Parece enfermera. Me dice que está dándome rehabilitación en las piernas, porque por lo visto quedaron algo atrofiadas del tiempo en coma. Le pregunto quién es la señora de la foto de la mesita. Me dice que es mi madre. – ¿Por qué no la recuerdo? le pregunto. – Porque has estado en coma y eso a veces afecta a la memoria. – ¿Dónde está? – Eso debes preguntárselo al médico. No te preocupes, estará aquí en media hora. Vas muy bien, estás recuperándote muy rápido. Es posible que la semana que viene puedas volver a casa.

Esta mañana ha venido un chico a verme. Un chico joven y apuesto. Dice que es mi marido. ¡Qué suerte!, pienso. Es amable y dulce. Yo le hago preguntas y él me va contando cosas. Pero su semblante se torna diferente cuando le pregunto por la señora de la foto. Me dice que es mi madre y que le ha ocurrido algo. Algo sucede porque ya no recuerdo nada, todo se vuelve blanco.

Mientras sigo en el arduo menester de recordar todo, estoy mirando por la ventana cuando veo a mi marido saludarme. Llega con la compra. Lleva una mascarilla puesta, como casi todo el mundo. Esta noche haremos algo que aún no tengo del todo claro. Pero es algo especial. Lo sé porque hay luces de colores en casa y un árbol con adornos. Y también está la foto de aquella señora. Es tan guapa, pienso.

Árbol

Mientras cenamos, miro la foto y me estremezco. Miro a mi marido con expresión de incredulidad, él me mira y me abraza.

Entonces todo se vuelve blanco…

V.

  • Imagen destacada extraída del propio archivo personal.

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