Añoranza…

Cuando una imagen nos retrotrae a un pasado al que sabemos que no podremos, ni querremos, volver jamás. Un pasado que encierra un sentimiento despótico sobre el que corremos un tupido velo obviando la existencia de aquellas hogueras de las vanidades…

Anna nunca caminaría entre las llamas ardientes a costa de que otros vieran sus defectos. Eso era impensable; demostrar que los demás tenían razón y que ella no solo se equivocaba, sino que cometía errores y de los gordos, no, eso no iba con ella. Ella había hecho tanto mal como el que le habían infringido otros. Había permitido tanto que de alguna forma ella tenía que tomar el rol de dama de hierro.

Anna, la aparente pionera, se fue muy lejos y formó una familia. Ellos, una familia moderna, algo insólita y original versus los de aquí, pueblerinos, de segunda categoría, otros santos inocentes. Ellos, de las que gastaban coche caro y venían todos los años de vacaciones a una casa que no les pertenecía; venían con regalos y ropas más bien horteras para los familiares de segunda. Es curiosa la visión que la infancia te hace tener de ciertas cosas, una perspectiva mágica de algo que en realidad es de todo menos onírico y seductor.

Estela, mi madre cosía, cosía mucho, por lo que mucha de la ropa que llevábamos era de modista. Siempre recordaba ir como una muñequita, salvo aquellas fotos en las que más que niña, parecía un niño travieso y enfadado. Yo lo recuerdo como ir al estilo Pedro, que era como me llamaba mi padre, de vez en cuando, cuando era niña para hacerme rabiar. Pero lo normal, era ir a la moda.

Anna, la otra, trabajaba de limpiadora y era extranjera en aquella tierra. No solo sufrió las infidelidades de un marido tirano, sino racismo por parte de sus propios hijos, llegado el momento. Tenía que usar el dinero que ganaba para el sustento de la casa y el alimento de casi todos. Su marido se gastaba el dinero en asuntos varios y filetes de carne que no compartía con los hijos. Claro, cuando se hicieron algo más mayores, las cosas cambiaron y el racismo se cebó con ella, en su propia casa. Su madre era extranjera en un país donde algunos círculos odiaban (y odian) a los de fuera. Tenían que quedar bien con los colegas. Es lo que tiene la adolescencia, que es así de injusta e insensata, a veces…

Afortunadamente, Carmen, la abuela, fue a visitarla a ese país lejano y pudo comprobar con sus propios ojos la verdad. La pobre no duró mucho tiempo, y al poco murió. Entonces, los difuntos se velaban en las casas. Por eso y por otras cosas, la escena del velatorio, es digna de la mejor película de Scorsese: la menor de todas, junto al féretro de su madre y rota de dolor, mientras las dos hermanas mayores se reparten las cosas de la difunta. Debe ser terrible estar viviendo el peor momento de tu vida, mientras otras personas solo piensan en cuestiones materiales.

Después de eso y, aconsejada por el marido, Anna y él, cometieron un delito cuando falsificaron la firma de la menor en un documento para adueñarse de la casa de la abuela Carmen. En cualquier caso, ella fue cómplice. Y ese era uno de sus grandes secretos, sobre el que ella lanzaba tierra y tiempo con la intención de sumirlo en el olvido. Y, aunque la perjudicada no fuese la escribiente, ni siquiera, ésta última, ha podido olvidar esos hechos. Pero sí, lo fue, por aquella persona a la que yo más quería. Estela estaba hecha de acero puro. Pero había más secretos…

Estela construyó su mundo reinventándose una y otra vez. Sobrevivió a la postguerra, fue interna de un colegio que le rapó la cabeza el primer día que llegó, trabajó criando a una familia numerosa, cosiendo para la calle, y más adelante limpiando casas. Sobrevivió a un matrimonio caótico, a un marido alcohólico y maltratador del que no se pudo deshacer por miedo a morir. Como le dijo él «Si me dejas, te quito de en medio». Entonces nadie denunciaba, eran otros tiempos.

Y Anna y su familia seguían veraneando en una casa que no les pertenecía, y ellos seguían trayendo regalos basados, básicamente, en ropa de la caridad (algo, por cierto, que yo descubrí muchos años después) que nos daban como si fuese algo nuevo. Estela, siempre lo tiraba todo, tenía más clase que todo eso. Y es que, nosotros no éramos parias del arroyo, teníamos para comer, vestir y vivir. Mi padre era una contradicción en sí mismo, todo lo que ganaba se lo entregaba a mi madre y ella lo administraba. Él administraba las palizas y ella la economía.

Anna juraba que su marido nunca la había tocado, pero nunca la creyeron. Después de años sin tener relación, ella construyó una vida perfecta en torno a su vida. Y él murió, porque nunca se cuidó, porque tenía una enfermedad que le mató después de inflarse a alcohol, grasas y azúcar. Y ella, entonces, empezó a tejer una vida perfecta en torno a ese ser despreciable. Eran tal para cual.

A las personas nos sucede que, a veces, mitificamos a individuos que no fueron tan buenos, quitando de aquí y poniendo allí. Y casi todos lo hacemos. Pero ella no solo edificó encima, hizo desaparecer todo lo que existía anteriormente. Pero lo que sucede con estas cosas, que cuanto más se intenta hacer desaparecer algo, más se da el efecto contrario. Ella está rodeada de secretos a voces que no quiere que se sepan. A veces es muy triste ver en lo que se ha convertido.

Anna y el marido fueron los padrinos en el bautizo. Nunca ejercieron como tales. Fueron escogidos en un tiempo en el que todo era idílico. Mi madre sabe muy bien quién es ella, lo conoce casi todo de ella y, algunas otras cosas las intuye, porque ha aprendido a leer entre líneas. Pero, claro, no es tiempo de reproches, es tiempo de dejar correr el agua, por lo visto, de abrir ventanas y dejar entrar el aire. Anna ha pagado (y sigue pagando) con creces sus errores y la vida y el tiempo ha puesto todo en su lugar. O casi todo…

Estela consiguió ser la columna vertebral de la familia, no solo económica sino emocionalmente. El marido murió por varios motivos, principalmente por el alcohol, pero, también porque, en aquellos tiempo se trabajaba sin la debida protección laboral, cuando ese concepto, ni siquiera existía. Estela superó, como pudo, lo insuperable y ha perdonado, pero no olvidado. Ha luchado y ha conseguido lo que siempre ha perseguido, no depender de nadie. Pero lo más grande es la fuerza que posee, un poder incontestable que pocas personas tienen.

Hoy…

En el mirador, Anna mira con esa mirada del tiempo pasado que ya no se puede recuperar. Mira su vida pasar desde el mirador y piensa «Con lo que yo he sido…». En el fondo sabe, que algunos ya conocemos sus secretos. Su hermana, Estela, está con ella, porque viajan juntas a menudo y porque el pasado está en el pasado. La vida ha dado la vuelta y la menor se ha convertido en la dama justa, honesta y buena que siempre ha sido (y que no todos vieron), además de fuerte e independiente.

Estela es la claridad, es el raciocinio y el sentir que abre el camino en tiempos de tinieblas. En trances en los que sentimos rencor y en un mundo donde algunos son/somos esclavos de los errores, se rompen los grilletes de las almas y el perdón se abre paso como una flor en el asfalto. La vida se encarga y ocupa su lugar.

Imágenes:

  • Imagen destacada obtenida del archivo personal.

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«Recalculando recuerdos»

Cuento de navidad

Había una mesa, de aquellas de las de antes, de las que se llamaban de camilla. Alrededor de ella giraba casi toda nuestra vida. Recuerdo que mi madre me enseñaba a coser de tarde en tarde. Hay una fotografía que lo demuestra. En una de ellas estoy concentrada en tal afán y en otra estoy mirando a mi madre que en ese momento dispara la cámara. Es ley de vida.

Empiezo este cuento desde el final, ¿o es desde el principio? Principio y fin se funden en un solo instante. No lo tengo del todo claro. Mi memoria anda atascada desde entonces. He tenido que aprender de todo, de nuevo. Pero por alguna extraña razón, siempre recordé aquel momento. Son los misterios de la mente.

Alguien me ha contado que estuve tres meses en coma porque no sé qué bicho cogí un fin de semana que fui a visitar a mi madre. De repente, una analepsis me retrotrae a una escena del pasado. Ella con la paila de paella, repartiendo en los platos, porque ella dominaba el arte de repartir, mientras yo le decía –¡Espera, espera que le tiro una foto para Instagram–, mientras ella me dice –¡Ay que ver la manía de hacer fotos y no disfrutar del momento!  Un escalofrío recorre mi cuerpo. Y todo se vuelve blanco…

Me despierto porque alguien me está tocando, es una chica que va vestida de verde. Parece enfermera. Me dice que está dándome rehabilitación en las piernas, porque por lo visto quedaron algo atrofiadas del tiempo en coma. Le pregunto quién es la señora de la foto de la mesita. Me dice que es mi madre. – ¿Por qué no la recuerdo? le pregunto. – Porque has estado en coma y eso a veces afecta a la memoria. – ¿Dónde está? – Eso debes preguntárselo al médico. No te preocupes, estará aquí en media hora. Vas muy bien, estás recuperándote muy rápido. Es posible que la semana que viene puedas volver a casa.

Esta mañana ha venido un chico a verme. Un chico joven y apuesto. Dice que es mi marido. ¡Qué suerte!, pienso. Es amable y dulce. Yo le hago preguntas y él me va contando cosas. Pero su semblante se torna diferente cuando le pregunto por la señora de la foto. Me dice que es mi madre y que le ha ocurrido algo. Algo sucede porque ya no recuerdo nada, todo se vuelve blanco.

Mientras sigo en el arduo menester de recordar todo, estoy mirando por la ventana cuando veo a mi marido saludarme. Llega con la compra. Lleva una mascarilla puesta, como casi todo el mundo. Esta noche haremos algo que aún no tengo del todo claro. Pero es algo especial. Lo sé porque hay luces de colores en casa y un árbol con adornos. Y también está la foto de aquella señora. Es tan guapa, pienso.

Árbol

Mientras cenamos, miro la foto y me estremezco. Miro a mi marido con expresión de incredulidad, él me mira y me abraza.

Entonces todo se vuelve blanco…

V.

  • Imagen destacada extraída del propio archivo personal.

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